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jueves, 4 de agosto de 2011

HOMILIA



DOMINGO XXII DEL TIEMPO ORDINARIO

Un día apareció un hombre que tocaba la flauta tan maravillosamente que todo el pueblo acudía a la plaza a escucharle.

Un día un joven que conocía a un anciano que era sordo y que pedía limosna quedó sorprendido al verle todos los días en la plaza. No aguantando la curiosidad, escribió unas preguntas para el anciano. ¿Qué vienes a hacer aquí si eres sordo? ¿Qué te extasía tanto si no puedes apreciar la música?

El anciano le contestó: Mira al centro de la plaza, levanta la vista, ¿qué ves?

Una cruz, respondió el joven.

Es la cruz de Cristo que se alza sobre la cúpula de la vieja iglesia. Cierto, no oigo nada, pero me extasía pensar que algún día la música de la verdad crucificada fascine y cautive a los hombres y pongan sus ojos en la cruz, la de Jesús.

Algo muy anunciado son las pastillas, esas píldoras maravillosas que curan toda enfermedad y toda impotencia. Pero todas producen efectos secundarios.

El evangelio de Jesús es también una pastilla maravillosa que nos da la salvación eterna. ¿Va acompañado este anuncio de algún efecto secundario?

Sí, hermanos, Jesús nos lo dice muchas veces y de muchas maneras. ¿Quieres salvación y felicidad y vida eterna? Carga con la cruz y sígueme.

Hay una cruz para Jesús y hay una cruz para usted.

La cruz es el efecto secundario del seguimiento de Jesús.

¿Recuerdan la confesión de Pedro en Cesarea de Filipo?

Pedro habló inspirado por Dios y tuvo un gran día. Jesús le cambió el nombre y le entregó las llaves.

El evangelio no lo dice pero ¿no se imaginan a Pedro dando una gran fiesta para celebrarlo?

Hoy, Jesús quiere poner los puntos sobre las íes y les dice: el Hijo del hombre tiene que subir a Jerusalén, ser matado y resucitar.

Jesús es un aguafiestas. ¿Por qué habla de sufrimiento y muerte? Ahora que lo estamos pasando pipa nos anuncias tristeza.

Pedro que ya veía brillar las llaves del poder le dice: Jesús no te pongas dramático, nada de desgracias, no te pasará nada, al menos mientras yo esté contigo.

Pedro quería la gloria pero no la cruz.

Quería el triunfo pero no el sacrificio.

Quería la salvación pero no la sangre.

Quería a Jesús a su manera humana pero no la voluntad de Dios Padre.

Quería un Jesús superestrella pero no un Jesús humillado.

El querer humano siempre tiene una mezcla de egoísmo, de vanidad, de carne y sangre, de placer y de odio a todo lo que nos lleva la contraria y nos hace sufrir.

Por eso Jesús le dice: Pedro, tú quieres como quieren los hombres, no como quiere Dios.

Tú piensas como piensan los hombres, no como piensan los hijos de Dios. Apártate de mí, Satanás.

Jesús pone precio a sus discípulos. “El que quiera seguirme que se niegue a si mismo, tome su cruz y me siga”.

Jesús es un aguafiestas.

Jesús viene a poner unas prioridades en la vida de sus seguidores: la renuncia, la cruz, el seguimiento, el compromiso, el sufrimiento, el amor…

Frente a las prioridades del mundo: el placer, la frivolidad, el egoísmo, la comodidad, a mí que me dejen tranquilo, me basta mi grupo…

La vida de Jesús tuvo un precio y no fue precisamente 30 monedas de plata.

El precio fue: aprender a obedecer sufriendo, revestirse de carne, amar sin límites a todos, dar su sangre por todos, cargar con la cruz hasta el Calvario… Y el premio, la resurrección.

La vida del cristiano tiene también un precio. Sólo lo pagan los que como el profeta Jeremías se dejan seducir por Dios, y se atreven a ser diferentes “no os ajustéis a este mundo”.

Esto exige: sufrimiento, oración y lucha.

Premio: encontrar la vida en Cristo.






DOMINGO 21 DEL TIEMPO ORDINARIO

El Evangelio de hoy nos habla de San Pedro, el primer Papa, precisamente en el momento en que Jesús le anunció la función que tendría dentro de la Iglesia. Además nos informa de cómo Cristo gobernaría esa Iglesia fundada por El, a través de San Pedro y de todos los Papas que le sucedieran.

“Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”, fueron las palabras de Jesús al que antes se llamaba Simón y que ahora llama “piedra” -o más bien “roca”. El Apóstol San Pedro es, entonces, la “roca” sobre la cual Cristo funda su Iglesia.

¿Cómo fue este nombramiento? Sucedió que un día Jesús interroga sus discípulos sobre quién creía la gente que era El, pero más que todo le interesaba saber quién creían ellos que era El. Enseguida, Simón (Pedro) salta -de primero, como siempre- y sin titubeos, ni disimulos, responde con claridad: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt. 16, 13-20).

Si nos ubicamos en el momento, nos podremos percatar de la significación de esta declaración de San Pedro. Jesús había comenzado a manifestar su gran poder a través de milagros que los Apóstoles habían presenciado: agua cambiada en vino, muchas curaciones, multiplicación de panes y peces, calma de tempestades, etc. Sin embargo, en ningún momento Jesús se les había identificado. Tampoco había sucedido la Transfiguración. Y ahora les pide que sean ellos quienes lo identifiquen. De allí la importancia de la declaración de Pedro.

Por eso el Señor se apresura a decirle:“Dichoso tú, Simón, porque esto no te lo ha revelado ningún hombre, sino mi Padre que está en los Cielos”. Los sabios de Israel no captaron lo que San Pedro y los Apóstoles sí pudieron captar. Ellos no eran de los sabios y racionales, sino de los sencillos y humildes, a quienes el Padre revela sus misterios. Por eso les enseña Quién es su Hijo. Es la mayor muestra de esa oración de Jesús al Padre Celestial: “Yo te alabo, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque has mantenido ocultas estas cosas a los sabios y entendidos y las revelaste a los sencillos”. (Mt. 11, 25)

Podemos razonar, pero teniendo como intención la búsqueda sincera de la Verdad. Los razonamientos estériles no llevan a ningún lado: más bien pueden cegar y ser obstáculos para llegar a la Verdad. Hace falta la sencillez, la humildad, la niñez espiritual, para conocer los secretos de Dios y para darnos cuenta de dónde está Dios.

Una fe viva, fervorosa, perseverante, inconmovible sólo viene de Dios y sólo la reciben los que se abren a este don. Y la llave que abre nuestro corazón y nuestra mente a las cosas de Dios es la humildad.

Por eso en el Salmo 137, rezamos y recordamos que somos obra de Dios. Entonces, ¿de qué engreírnos? En efecto: Se complace el Señor en los humildes y rechaza al engreído.

Continuando con el relato, para aquel momento sonaba demasiado espectacular la frase de Jesús: “sobre esta Roca edificaré mi Iglesia”. Al lado de Jesús sólo estaban los Apóstoles y otros cuantos seguidores. Ninguno pudo medir el alcance de las palabras del Señor. Pero el Señor sí: habla de su Iglesia como cosa que El iba a construir: será una obra divina y no humana. Y promete que ninguna fuerza, ni siquiera las del Infierno, podrán destruir su obra.

Jesús le entrega a San Pedro las llaves del Reino de los Cielos. ¿Qué significa esto de las llaves? En lenguaje bíblico, las llaves indican poder.

Este significado de las llaves como símbolo de poder es evidente en la Primera Lectura del Profeta Isaías (Is. 22, 19-23). Esta nos presenta a Eleacín, mayordomo del palacio real. Allí se habla de “traspaso de poderes” en el palacio. “Pondré la llave del palacio de David sobre su hombro. Lo que él abra, nadie lo cerrará; lo que él cierre, nadie lo abrirá”. Este hecho del Antiguo Testamento es una prefiguración del traspaso de poderes de Jesús a San Pedro, el primer Papa. Por eso la Iglesia sabiamente coloca esta lectura el mismo día en que leemos cómo Jesús da las llaves de su Reino a Pedro.

Yvemos aquí el gran poder que el Señor dio al Mayordomo Eleacín. Sin embargo, el poder conferido a Pedro -y a todos los sucesores de San Pedro en el Papado- es inmensamente mayor que el poder en el palacio de David.

Fijémonos que Jesús les da “las llaves del Reino de los Cielos”. ¿Podemos imaginarnos lo que es esto? La siguiente promesa del Señor nos da un indicio: “Lo que ates en la tierra, quedará atado en el Cielo”, que equivale a decir: lo que decidas en la tierra, será decidido así en el Cielo. Las decisiones que tomes, serán ratificadas por Mí.

A San Pedro y a todos los Papas que han venido después de él se les dan las llaves, no de un reino terreno, sino del Reino de los Cielos, que es el Reino que Jesús ha venido a establecer con su Iglesia. Y en ésta Pedro tiene el poder de decidir aquí lo que Dios ratificará allá.

Aprobación previa de parte de Dios en el Cielo a lo que decidan los Papas en la tierra sobre la Iglesia de Cristo.

¡Qué estilo de gerencia es la gerencia divina! No podía ser de otra manera: tal peso sobre Pedro y sobre todos los Papas después de él, tenía que contar con una asistencia especial.

Así ha querido Jesús edificar su Iglesia: con la presencia constante hasta el final de su Espíritu Santo, y dándole a Pedro -y a todos sus sucesores, los Papas- el inmenso poder de decidir aquí en la tierra lo que Dios decidirá en el Cielo.

En un mundo tan racional como el nuestro, esto puede parecer bien difícil de comprender y de aceptar. Pero así es. Cristo fundó su Iglesia y la puso a funcionar de esa manera. Y prometió estar con ella hasta el final. “Yo estoy con ustedes todos los días hasta que se termine este mundo” (Mt. 28, 20).

Así son los designios de Dios: misteriosos, incomprensibles para los que no nos vemos en nuestra verdadera dimensión: que nada somos ante Dios. Pero... si todo nos viene de El ¿qué podemos nosotros reclamar o proponer? ¿de qué nos atrevemos a dudar?

De allí que San Pablo exclame en la Segunda Lectura: “¡Qué impenetrables son los designios de Dios y qué incomprensibles sus caminos!” Pero ... ¿quién ha podido darle algo a Dios que Dios no le haya dado antes? En efecto, continúa San Pablo: “Todo proviene de Dios, todo ha sido hecho por El y todo está orientado hacia El” (Rom. 11, 33-36).

La Iglesia Católica es la única Iglesia fundada por Dios mismo, pues viene de Jesucristo hasta nuestros días: viene directamente desde San Pedro, como el primer Papa, hasta nuestro Papa actual. Y para dirigirla, Dios estableció este estilo de gerencia: lo que decidas en la tierra, será decidido en el Cielo.








Érase un anciano que, todas las noches, caminaba por las calles oscuras de la ciudad con una lámpara de aceite en la mano.

Una noche se encontró con un amigo que le preguntó: ¿qué haces tú, siendo ciego, con una lámpara en la mano?

El ciego le respondió: “Yo no llevo una lámpara para ver. Yo conozco la oscuridad de las calles de memoria. Llevo la luz para que otros encuentren su camino cuando me vean a mí”…

¡Qué hermoso sería si todos ilumináramos los caminos de los demás! Llevar luz y no oscuridad.

Luz…demos luz.

De la historia de Pedro, ciego y náufrago en la tormenta del domingo pasado a la historia de hoy, de la mujer cananea, invisible y marginada.

Del grito de Pedro: “Señor, sálvame” al grito de la mujer extranjera: “Señor, socórreme”.

De la respuesta de Jesús a Pedro: “Hombre de poca fe, ¿por qué vacilaste? a la respuesta de hoy: “Mujer, qué grande es tu fe”.

Y en medio de la ciega tormenta está Jesús salvando a Pedro náufrago y en medio de esta mujer y su hija atormentada por un demonio está Jesús y le dice: “Mujer, que se cumpla tu deseo”.

Y en medio de nosotros en este domingo está también Jesús que viene a traernos la luz y la salvación.

¿Cómo nos sentimos nosotros hoy? ¿Como hijos de Dios, como miembros de la Iglesia o como perritos que comen las migajas que caen de la mesa?

La mujer cananea no fue saludada, no le dieron un aplauso de bienvenida como hacemos nosotros, era gentil, extranjera, y como a un perro había que despacharla porque con sus ladridos asustaban a todos y Jesús tampoco le hizo mucho caso.

Pudo más la fe y la insistencia de la mujer que todos los rechazos.

Pudo más su perseverancia y atrevimiento que las palabras de los discípulos y la frialdad de Jesús.

Siempre puede más la fe que la duda, la insistencia que el cansancio.

En el corazón de Dios, en la Iglesia de Jesús, cabemos todos. Todos llamados a ser injertados en el árbol de la vida, a pertenecer y a heredar el Reino. Todos somos ovejas perdidas de Israel.

La mujer cananea y su hija atormentada por un demonio son símbolo de todos nosotros.

Ellas se alimentaban con las migajas que caían de la mesa de sus patronos. Pero querían participar de la mesa como hijos, querían sentirse amados por Jesús, querían gozar de la fiesta que Jesús traía. Y la fe y la perseverancia abrieron de par en par las puertas del corazón de Jesús.

Muchos hermanos nuestros y nosotros también vivimos de las migajas de la iglesia: una oración rutinaria, una misa más penitencia que gozo, unos miedos, una vida cristiana tibia y otros un vago recuerdo de su bautismo…migajas en nuestro plato cristiano.

La mujer cananea no se contentó con las migajas que caían de la mesa, quiso el pan entero, el amor entero, la sanación entera, la vida entera, la pertenencia entera.

¿Por qué contentarnos con un poco cuando lo podemos tener todo?

¿Por qué considerarnos extranjeros cuando somos hijos?

¿Por qué no invitamos a tantos hermanos alejados que comen las migajas de los celos, del alcohol, de la droga, de la infidelidad a ser miembros de la Iglesia de Jesús?

Nuestra responsabilidad no es de apartar a nadie que busca sinceramente al Señor, los apóstoles aquel día hicieron de espantapájaros, sino de acercarlos con amor hasta la fuente del perdón y de la salvación.

En Internet hay una lista de las personas más odiadas del mundo. No le resultaría difícil poner algunos nombres: Adolfo, Osama, Sadam…

Suscitan en nosotros emociones demasiado fuertes como para pensar en ofrecerles nuestro perdón.

¿Guarda usted una lista de las personas que le han ofendido? Si la tiene el reto del perdón es más grande, pero la exigencia de perdonar no por eso es menor.

¿Tiene Jesús una lista? Él no tiene ninguna lista de personas odiadas. Su lista es la del amor a todos, incluido usted.